La Presencia Universal
Por A. W. Tozer
¿Adonde me iré de tu
espíritu?
¿Y adonde huiré de tu
presencia? Salmo 139:7
En toda
enseñanza cristiana hay ciertas verdades básicas, ocultas a veces, y más bien
asumidas que afirmadas, pero que son necesarias a toda verdad como los colores
primarios son necesarios para componer cualquier cuadro. La divina inmanencia
es una de esas verdades.
Dios mora en su creación, y está indispensablemente presente en todas sus
obras. Esto lo enseñan firmemente profetas y apóstoles y está aceptado por la
teología cristiana general. Dicha verdad consta en los libros de teología,
pero por alguna razón no ha entrado aun en el corazón de los creyentes, para
que llegue a ser parte de su fe. Muchos predicadores y maestros cristianos
hacen tímidas menciones de ella, y más bien parecen esquivarla Para eludir sus
implicaciones. Me imagino que proceden así por el temor de ser tildados de
panteístas. Pero la doctrina de la divina inmanencia nada tiene que ver con el
panteísmo.
El error panteísta es tan palpable que nadie debería dejarse engañar por
él. Sostiene que Dios es la suma de todas las cosas creadas. La naturaleza y
Dios son la misma cosa, de modo que cualquiera que toque a la una toca también
al otro. Esto es una degradación de la gloria divina. Los panteístas, al
atribuirle divinidad a todo, han hecho desaparecer del mundo toda divinidad.
La verdad es que aunque Dios habita en su mundo, está separado de él por
un abismo infranqueable. Por mucho que Dios se identifique con la obra de sus
manos, éstas son sus obras, y nunca pueden ser El. Dios es anterior a sus
obras e independiente de ellas.
¿Qué significa, entonces, la divina inmanencia en la experiencia
cristiana? Significa simplemente que Dios está aquí. Dondequiera estemos
nosotros, Dios está. No hay lugar, ni lo puede haber, donde Dios no esté. Diez
millones de inteligencias, situadas en igual número de puntos del espacio,
separadas por incalculables distancias, pueden todas decir al mismo tiempo,
"Aquí está Dios'.' No hay un solo sitio del espacio que esté más cerca de
Dios que cualquier otro. Ningún hombre está, en cuanto a distancia se refiere,
más cerca o más lejos de Dios que otro hombre.
Hay ciertas verdades que cree todo cristiano medio instruido en la
doctrina. A nosotros toca examinarlas y meditar en ellas, hasta que empiecen a
resplandecer en nosotros.
"En el principio Dios!' Aquí no hay materia, porque lo material
requiere siempre una causa que lo preceda. Dios es esa causa. No se trata de
ninguna ley, porque ley es simplemente el nombre que le damos al curso que
sigue todo lo creado. Ese curso ha sido planeado, y fue Dios quien lo planeó.
Tampoco se trata de ninguna mente, porque la mente es también una cosa creada,
y debe tener un creador que la respalde. En el principio Dios, la Causa de las
causas, el principio originador de la materia, de la ley y de la mente. Por ahí
debemos comenzar.
Adán pecó, y presa del pánico, trató de hacer lo imposible: ocultarse de
la presencia de Dios. David también pensó un tiempo poder escapar de la
presencia de Dios, pero tuvo que escribir, "¿Adonde me iré de tu espíritu,
y adonde huiré de tu presencia?" (Salmo 139:7). Y luego prosiguió, en uno
de sus más preciosos salmos, alabando la divina inmanencia. "Si subiere a
los cielos, allí estás tú; y si en el abismo hiciere mi estrado, he aquí, allí
tú estás. Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo de la mar, aun
allí me guiará tu mano y me asirá tu diestra!' Y él sabía que la existencia y
la videncia de Dios eran una sola y misma cosa. Que Dios, que todo lo ve,
había estado con él antes que naciera, y había observado el misterio del
florecer de su vida. Salomón exclamó, "¿Es verdad que Dios haya de morar
sobre la tierra? He aquí que los cielos, y los cielos de los cielos, no te
pueden contener, ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?" (1 Reyes
8:27) Pablo les aseguró a los atenienses que "Dios no está lejos de cada
uno de nosotros, porque en él vivimos, y nos movemos, y somos" (Hechos
17:27,28).
Si Dios está presente en todo punto del espacio, si no podemos ir a
ningún lugar donde él no esté, si ni aun podemos concebir lugar alguno donde
Dios no se encuentre, ¿por qué entonces dicha Presencia universal no es la más
celebrada verdad del mundo? El patriarca Jacob, en la soledad del desierto,
nos ha dado la respuesta a esta interrogación. El tuvo una visión de Dios, y
asombrado por ella, exclamó, "Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo
no lo sabía" (Génesis 28:16). Jacob no había estado nunca, ni siquiera una
fracción de segundo, fuera del círculo de esa Presencia que todo lo penetra,
pero no se había dado cuenta de ello. A eso se debieron sus inquietudes, y a
eso se deben las nuestras. Las gentes no saben que Dios está aquí. ¡Qué
diferente sería todo si lo supiesen!
La Presencia de Dios, y la manifestación de esa Presencia no son la
misma cosa. La una puede ocurrir sin la otra. Dios está presente aunque estemos
completamente inconcientes de él; Dios se manifiesta únicamente cuando estamos
concientes de su presencia. Por nuestra parte debemos rendirnos al Espíritu de Dios,
porque su obra es hacernos manifiesta la presencia del Padre y del Hijo.
Si cooperamos con él y le obedecemos amorosamente, Dios se nos
manifestará, y esa manifestación hará la diferencia entre un cristiano
meramente nominal, y otro cristiano lleno de la luz que emana del rostro del
Padre.
Dios está presente en todas partes, y siempre trata de darse a conocer.
No solo revela su existencia, sino que pone de manifiesto lo que él es. No fue
necesario persuadirle que se revelara a Moisés. "Y Jehová descendió en la
nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová" (Éxodo
34:5).Dios no solo hizo una declaración verbal de su naturaleza, sino reveló su
propio Ser a Moisés, de modo que el rostro de Moisés brilló por el fulgor de
la presencia divina. Para algunos de nosotros será un gran momento cuando
comencemos a creer que es cierto que Dios revela su presencia, y que él ha
prometido mucho, pero no más de lo que intenta cumplir.
Si logramos éxito en nuestra búsqueda de Dios se deberá a que él siempre
quiere revelarse. La revelación de Dios al hombre no es una simple visita de
tierras lejanas por un breve momento al alma humana. El que así cree equivoca
toda la verdad. La aproximación de Dios al alma, o la del alma a Dios, no es
algo intermitente y espaciado. No hay en ellos ningún concepto de distancia
física. No es problema de kilómetros, sino de experiencia.
Hablar de estar cerca o lejos de Dios es emplear un lenguaje comprensible
para todos. Un hombre puede decir: "Conforme mi hijo se va haciendo más
grande, lo siento más allegado a mí." Esto no obstante el hecho de que ha
tenido su hijo pegado a él desde que nació. ¿Qué es lo que quiere decir ese
padre al expresarse así? Obviamente está hablando de experiencia. Quiere decir
que su hijo lo está conociendo más íntimamente, que ahora hay más afinidad
entre ambos. Las barreras que antes existían, debido a las grandes diferencias
en el modo de pensar y de sentir, van desapareciendo. Padre e hijo están ahora
mucho más unidos en mente y corazón.
Cuando, pues, cantamos "Cerca, más cerca, oh Dios, de ti" no
estamos pensando en la proximidad de lugar, sino en la proximidad de relación.
Lo que pedimos al cantar es una más clara conciencia de relación íntima, de
alma con alma; queremos estar más concientes de la Divina Presencia. No hace
falta gritar a través del espacio llamando a un Dios lejano. El está más
cercano a nosotros que nuestra propia alma, más íntimamente ligado a nosotros
que nuestros mismos pensamientos.
¿Por qué algunas personas hallan a Dios en una manera que otros no
pueden? ¿Por qué Dios manifiesta su Presencia a algunos pocos, y deja inmensas
multitudes en la media luz de una experiencia cristiana imperfecta? Por
supuesto, Dios desea lo mismo para todos. El no tiene favoritos dentro de su
familia. Lo que hace por una de sus criaturas, puede hacerlo por cualquier
otra. La diferencia no la hace Dios, sino nosotros.
Escojamos al acaso una veintena de grandes santos cuyas vidas son
conocidas de todos. Estos pueden ser personajes bíblicos o de la historia de la
iglesia. Nos llamará la atención el hecho de que siendo todos ellos santos, no
todos son iguales. En algunos casos la diferencia es tan notable que llama
poderosamente la atención. Por ejemplo, cuan diferente fue Moisés de Isaías,
Elías de David, Pablo de Juan, San Francisco de Asís de Martín Lutero, Tomás de
Kempis de Carlos Finney. La diferencia entre ellos es tan grande como la vida
humana: diferencia de raza, de nacionalidad, de cultura, de temperamento, de
costumbres, de cualidades personales. Sin embargo todos ellos, día tras día,
anduvieron en la elevada senda de la vida espiritual, por encima del camino
común de los demás.
La diferencia entre ellos era puramente incidental, y nada significaba a
los ojos de Dios En alguna cualidad vital, ellos eran idénticos. ¿Cuál era esa?
Me aventuraría a decir que la cualidad vital que los unía era la
receptividad espiritual. Había en ellos algo que siempre estaba abierto para el
cielo; algo que los impelía hacia Dios. Sin intentar hacer ningún análisis de
ellos, diré únicamente que tenían comprensión, espiritual, y que la cultivaron
de tal modo que llegó a ser lo más grande de sus vidas. La diferencia entre
ellos y el resto de los mortales consistió en su deseo de vivir en comunión con
Dios, e hicieron todo lo que estuvo a su alcance para lograrlo. Durante toda
su__vida tuvieron el hábito de responder a lo espiritual. No desobedecieron la
visión celestial. Como lo dice el salmista David, "Mi corazón ha dicho de
ti, Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová"
Como en todo lo bueno de la vida humana, detrás de esa actitud receptiva
está Dios. La soberanía de Dios está allí, y la sienten aun aquellos que le dan
mayor importancia teológica.
Importante como es el hecho de que Dios está trabajando con nosotros,
quiero advertir que no pongamos demasiada atención en ello. Puede conducir a
una estéril pasividad. Dios no nos exige que comprendamos los misterios de la
elección, predestinación ni la divina soberanía. La mejor manera de encarar
estas verdades es levantar los ojos al cielo y decir: " ¡Oh, Señor, tú lo
sabes!" Son cosas que pertenecen a la profunda y misteriosa omnisciencia
de Dios. La investigación de estos misterios podrá formar teólogos, pero jamás
santos.
La receptividad no es una cosa simple es más bien una cosa compleja, una
mezcla de varios elementos dentro del alma humana. Es una afinidad con, una
propensión hacia, una respuesta simpática a, y un deseo de tener tal cosa. Por
eso se puede tener más o menos de ella, dependiendo de la calidad del
individuo. Puede aumentar con el uso y debilitarse con el desuso. No es una
fuerza irresistible que se nos impone desde arriba. Más bien es un don de Dios,
pero uno que debe ser reconocido y cultivado, como cualquier otro don, si va a
realizar el propósito para el cual ha sido dado.
El desconocimiento de este hecho es causa de graves fallas en el
evangelismo moderno. La idea de cultivarlo y ejercitarlo, tan cara a los santos
de antaño, ha desaparecido de los cristianos de hoy. Es demasiado lento, demasiado
común. Ahora reclamamos brillo y acción dramática. La generación de cristianos
que ha crecido entre botones eléctricos y computadoras se impacienta cuando se
le pide que emplee métodos más lentos. La verdad es que hemos estado tratando
de emplear métodos mecánicos en nuestras relaciones con Dios. Leemos apresuradamente
la porción bíblica marcada en el cuaderno, y luego salimos corriendo a la
reunión evangélica para escuchar a un aventurero religioso venido de lejanas
tierras, pensando que eso aliviará nuestros problemas espirituales.
Los resultados trágicos de estas cosas los vemos en todas partes: en la
vida superficial que viven muchas personas tituladas cristianas, en la
filosofía hueca que sostienen y el elemento frívolo y burlesco que predomina
en las reuniones evangélicas, en la exaltación del hombre y en la fe que se
pone en los actos puramente externos; en los "compañerismos"
religiosos y parecería con enemigos del evangelio, y en los medios comerciales
que se emplean para hacer la obra de Dios. Todos estos son síntomas de una
grave enfermedad, una enfermedad que afecta la misma alma del cristiano.
Ninguna persona es responsable directa de esta enfermedad. Mas bien,
todos somos un poco culpables de ella. Todos hemos contribuido, directa o
indirectamente, a este estado de cosas. Hemos sido demasiado ciegos para ver,
o demasiado tímidos para hablar, o demasiado egoístas para no desear otra cosa
que esa pobre dieta con la cual otros parecen quedar satisfechos. Para decirlo
de otro modo, aceptamos las ideas de unos y otros, imitamos las vidas de otros,
y aceptamos lo que ocurre a otros como el modelo para nosotros. Por toda una
generación hemos estado descendiendo. Nos encontramos ahora en un sitio bajo y
arenoso, donde solo crece un pasto pobre, y hemos hecho que la Palabra de Dios
se ajuste a nuestra condición, y todavía decimos que este es el mejor alimento
de los bienaventurados.
Se requiere firme determinación, y bastante esfuerzo, para zafarse de
las garras de nuestro tiempo y volver a los tiempos bíblicos. Pero es posible
hacerlo. Los cristianos del pasado tuvieron que hacerlo así. La historia
relata algunos de esos regresos en gran escala, encabezados por hombres tales
como San Francisco, Martín Lutero y Jorge Fox. Desgraciadamente, en estos días
no parece vislumbrarse ningún varón de la talla de estos. Si vendrá o no vendrá
un hombre de estos, es algo en que los cristianos no están bien de acuerdo,
pero eso no importa.
No pretendo saber todo lo que Dios hará con este mundo, pero creo saber
lo que hará con el hombre o la mujer que individualmente le busca, y puedo
decirlo a otros. Dejad a cualquier hombre volverse a Dios, dejadle que se
ejercite en la santidad; que trate de desarrollar sus facultades espirituales con
fe y humildad, y ya veréis los resultados, mucho mayores que en los días de
flaqueza y debilidad.
Cualquier
cristiano que sinceramente se vuelve a Dios, rompiendo el molde en el cual ha
estado encerrado, y recurre a la Biblia con el objeto de hallar en ella sus
normas espirituales, será dichoso con sus hallazgos.
Digámoslo otra vez: la Presencia Universal es un hecho. Aquí está. No se
trata de un Dios extraño y desconocido, ¡se trata de nuestro Padre! Padre
nuestro y del Señor Jesucristo cuyo amor se ha manifestado siempre, a través
de los siglos, a todos los pecadores. Y Dios siempre está tratando de llamar
nuestra atención, de revelarse a nosotros y de establecer comunión con nosotros.
Tenemos dentro de nosotros las facultades suficientes para comunicarnos con
él. Basta que oigamos su voz. A esto llamamos la búsqueda de Dios. Y lo
reconoceremos a él en un grado creciente, a medida que nuestras facultades se
afinan y perfeccionan y nuestra receptividad mejora acuciada por la fe y el
amor.
¡Oh Dios y Padre! Me arrepiento de mi excesiva preocupación por las cosas
materiales. He estado demasiado enredado en las cosas del mundo. Tú has estado
aquí, y yo no me he dado cuenta de ello. He estado ciego, y no te he visto.
Abre mis ojos, para que pueda verte en mí y alrededor de mí. Por amor de Jesús,
amén.