La Dinámica
Espiritual
Por E. M. Bounds
Si algunos cristianos que se quejan de sus ministros hablaran
e hicieran menos ante los hombres y se aplicaran con todas sus fuerzas a clamar
a Dios por sus ministros --despertando y conmoviendo al cielo con sus oraciones
humildes, constantes y fervorosas-- habrían podido hacer mucho más para
encaminarlos por el éxito.
Jonathan Edwards
De alguna manera,
la práctica de orar particularmente por el predicador, ha caído en desuso o
quedado descartada. Ocasionalmente hemos oído censurar esta práctica como un
desprestigio para el ministerio, tomándose como una declaración pública de
ineficiencia de los ministros por parte de quienes la hacen.
La oración, para
el predicador, no es simple deber de su profesión, o un privilegio, sino una
necesidad. El aire nos es más necesario a los pulmones que la oración al
predicador. Es absolutamente indispensable para el predicador orar. Pero
también es de absoluta necesidad orar por el predicador. Estas dos
proposiciones están ligadas por una unión en la que no puede existir ningún
divorcio. "El predicador debe orar; ha de orarse por el predicador."
Este deberá orar cuanto pueda y procurará que se ore por él cuanto se pueda
para enfrentarse con su tremenda responsabilidad y obtener en esta gran obra el
éxito más grande y real. El verdadero predicador, además de que cultiva en sí
mismo el espíritu y la práctica de la oración en su forma más intensa,
ambiciona con anhelo las oraciones del pueblo de Dios.
Cuanto más santo
es un hombre tanto más estima la oración; distingue con más claridad que Dios
desciende hasta los que oran y que la medida de la revelación de Dios al alma
es la medida del deseo del alma de elevar su oración importuna a Dios. La
salvación nunca encuentra su camino en un corazón sin oración. El Espíritu
Santo no habita en un espíritu sin oración. La predicación nunca edifica a un
alma que no ora. Cristo desconoce a los cristianos que no oran. El evangelio no
puede ser proyectado por un predicador sin oración. Las cualidades, los
talentos, la educación, la elocuencia, el llamamiento de Dios, no pueden
disminuir la demanda de oración, sino sólo intensificar la necesidad de que el
predicador ore. Cuanto más consciente sea el predicador de la naturaleza,
responsabilidades y dificultades de su trabajo tanto más verá, y, si es un
verdadero predicador, tanto más sentirá la necesidad de orar; no sólo la
exigencia creciente de oración personal, sino de que otros le ayuden con sus
oraciones.
Pablo es una
ilustración de lo que acabamos de expresar. Si alguien pudo difundir el
evangelio por la eficacia del poder personal, por la fuerza intelectual, por la
cultura, por la gracia que le había sido conferida, por la comisión apostólica
de Dios, por su extraordinario llamamiento, ese hombre fue Pablo. En él tenemos
un ejemplo eminente de que el verdadero predicador apostólico ha de ser un
hombre dado a la oración y ha de contar con las oraciones de personas piadosas
que den a su ministerio un complemento de intercesión. Pide y anhela con
súplicas apasionadas la ayuda de todos los santos de Dios. Sabía que en el
reino espiritual como en cualquiera de otra naturaleza, la unión hace la
fuerza; que la concentración y reunión de fe, deseo y oración aumentan el
volumen de fuerza espiritual hasta hacerla preponderante e irresistible en su
poder. Las unidades combinadas en la oración, como las gotas de agua,
constituyen un océano que desafía toda resistencia. Por eso, Pablo, con su
clara y completa comprensión de la dinámica espiritual, determinó hacer su
ministerio tan grandioso, eterno y avasallador como el océano, por captar todas
las unidades dispersas de oración y precipitarlas sobre su ministerio. La solución
de la preeminencia de Pablo en trabajos y resultados y su influencia sobre la
iglesia y el mundo, ¿no se encontrará en su habilidad para centralizar en su
persona y en su ministerio más oraciones de los que otros tuvieron? A sus
hermanos en Roma escribió: "Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor
Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a
Dios". A los Efesios dice: "Orando en todo tiempo con toda oración y
súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por
todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra
para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio". A los
colosenses él enfatiza: "Orando también al mismo tiempo por nosotros, para
que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el
misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste
como debo hablar". Para los tesalonicenses dijo fuerte y severamente:
"Hermanos, orad por nosotros." Llama en su auxilio a la iglesia de Corintio
con las palabras: "Cooperando también vosotros a favor nuestro con la
oración". Este era parte de su trabajo, darle una mano de ayuda con la
oración. En otra recomendación final a la iglesia de Tesalónica acerca de la
necesidad e importancia de sus oraciones, dice: "Por lo demás, hermanos,
orad por nosotros, para que la palabra del Señor corra y sea glorificada, así
como lo fue entre vosotros, y para que seamos librados de hombres perversos y
malos". Procura que los filipenses comprendan que todas sus pruebas y
tribulaciones puedan tornarse en bien para la extensión del evangelio por la
eficacia de las oraciones en su favor. A Filemón le pide prepararle alojamiento
porque espera que en respuesta a sus oraciones será su huésped.
La actitud de Pablo
en esta cuestión ilustra su humildad y su profundo conocimiento de las fuerzas
espirituales que proyectan el evangelio. Más aún, enseña una lección para todos
los tiempos, pues si Pablo confió su éxito a las oraciones de los santos de
Dios, cuánto mayor es la necesidad actual de que las plegarias de los fieles
estén centralizadas en el ministerio de hoy día.
Pablo no creyó que
su demanda urgente de oración rebajaría su dignidad, disminuiría su influencia
o reduciría su piedad. ¿Qué le importaba si esto fuera así? Que su dignidad se
perdiera, que su influencia se aniquilara, que su reputación menguara, pero él
necesitaba de las oraciones de los creyentes. Llamado, comisionado, el primero
de los apóstoles como él era, sin embargo, todo su equipo era imperfecto sin
las oraciones de su pueblo. Escribió cartas a todas partes, pidiendo que oraran
por él. ¿Oramos por nuestros predicadores? ¿Oramos por ellos en secreto? Las
oraciones públicas son de poco valor si no están fundadas o seguidas por oraciones
privadas. Los que oran son para el predicador lo que Aarón fue para Moisés.
Sostienen sus manos y deciden la batalla que ruge airado a su derredor.
El empeño y
propósito de los apóstoles fue poner a la iglesia en oración. No descuidaron la
gracia de dar gozosamente. No olvidaron el lugar que la actividad y el trabajo
religioso ocupaban en la vida espiritual; pero ninguno ni todos éstos, por la
estimación e importancia que les dieron los apóstoles, pudieron compararse en
necesidad y urgencia con la oración. Usaron los ruegos más grandes y
perentorios, las exhortaciones más fervientes, las palabras más elocuentes y de
mayor alcance para hacer valer la obligación y la necesidad apremiante de la
oración.
"Quiero,
pues, que los hombres oren en todo lugar", es la demanda del esfuerzo
apostólico y la clave de su éxito. Jesucristo mostró el mismo empeño en los
días de su ministerio personal. Cuando fue motivado por compasión infinita ante
los campos de la tierra listos para la siega que perecían por falta de
trabajadores --haciendo una pausa en su propia oración-- trata de despertar la
embotada sensibilidad de sus discípulos al deber de la oración, dándoles este
encargo: "Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su
mies." "También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de
orar siempre, y no desmayar".
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