Rasgando el Velo
Por A. W. Tozer
Teniendo libertad para
entrar en el santuario por la sangre de
Jesús. Hebreos 10 19
Entre los
dichos famosos de los padres de la Iglesia ninguno es tan famoso como aquel de
Agustín: "Tú nos hiciste para tí, y nuestros corazones no descansarán
tranquilos hasta que no descansen en tí."
El eminente santo expresa aquí, en pocas palabras, el origen y la vida
interior de la raza humana. Dios nos hizo para sí, y esta es la única
explicación que satisface el corazón del hombre que piensa, no importa lo que
diga su razón. Si la falta de cultura y la perversidad hacen que alguien
piense de otro modo, y llegue a otra conclusión, hay poco que algún cristiano
pueda hacer por él. Para tal persona no tengo ningún mensaje. Me dirijo a los
que han sido enseñados en secreto por la sabiduría de Dios; me dirijo a los
corazones sedientos, que han sido despertados por el toque de Dios en su fuero
íntimo, y que no necesitan pruebas para saber lo que ha ocurrido muy adentro de
sus almas. La inquietud de su corazón es toda la evidencia que necesitan.
Dios nos hizo para sí. El Compendio de Catecismo "aprobado por la
Sagrada Asamblea de Westminster," según consta en los textos de la Nueva
Inglaterra, contiene las antiguas preguntas qué y por qué, y contesta con una
sola frase que difícilmente podría ser superada en obras no inspiradas.
Pregunta "¿Cuál es el fin principal de la existencia del hombre?"
Respuesta "El fin principal de la existencia del hombre es glorificar a
Dios y gozar de su presencia por siempre jamás"' Concuerdan con esto los
veinticuatro ancianos que cayeron sobre sus rostros y adoraron a aquel que vive
y vivirá por los siglo de los siglos, diciendo, "Señor, digno eres de
recibir gloria, y honra y virtud; porque tú criaste todas las cosas, y por tu
voluntad tienen ser y fueron criadas" (Apocalipsis 4:11).
Dios nos hizo para su placer, y nos hizo de tal manera que es posible
para nosotros y él gustar de la dulce comunión de los seres afines Esto
significa para nosotros poder verle, caminar en compañía de él y gustar de su
sonrisa. Pero nosotros nos hemos hecho culpables de esa "vil
sublevación" de que habla Millón en El Paraíso Perdido respecto de Satán y
sus ángeles. Nos hemos separado de Dios. Hemos dejado de obedecerle y amarle,
y a causa de nuestra culpa y el miedo que se apoderó de nosotros, hemos huido
de él cuan lejos pudimos.
Pero, ¿quién puede huir de su presencia cuando los cielos, y los cielos
de los cielos no pueden contenerle? Cuando como lo dice el sabio Salomón
"el Espíritu del Señor llena la tierra!' La omnipresencia de Dios es una
cosa, y es un hecho solemne, necesario para su perfección. Pero la
manifestación de su presencia es otra cosa muy distinta. Y hemos huido de la
presencia de Dios, como huyó Adán cuando se ocultó entre los árboles del
huerto, o hemos exclamado como Pedro, "¡Apártate de mí, Señor, que soy
hombre pecador!"
Así es como el hombre vive en la tierra alejado de la presencia de Dios,
y por consiguiente, sin disfrutar del sitio que le corresponde. La pérdida de
ese estado y condición para que fuera creado, es la causa de su incesante
desasosiego.
La obra
completa de Dios en la redención tiene por objeto desbaratar los efectos de
aquella vil sublevación, y ponernos otra vez en correcta y eterna relación con
él. Para eso es necesario que nos despojemos de nuestros pecados, que se
efectúe la entera reconciliación con Dios y vivamos de nuevo en su presencia
como antes. La gracia preveniente de Dios es la que nos induce a buscarle y
volver a su presencia. Esta gracia la notamos cuando hay inquietud y hambre en
nuestro corazón, y nos sentimos impulsados a decir, "Me levantaré, e iré a
mi Padre, y le diré: Padre, he pecado."
Esta decisión es el primer paso, y como dijo el sabio chino Lao-Tsé, la
ruta de mil millas comienza siempre con un paso"
El viaje interior del alma desde las malezas del pecado hasta la
presencia de Dios lo tenemos ilustrado hermosamente en el Tabernáculo del
Antiguo Testamento. Cuando el pecador se acercaba a Dios entraba primeramente
al atrio, donde ofrecía una víctima, inmolada en el altar de bronce. Enseguida
se lavaba en la fuente, también de bronce, que estaba al lado del altar. Luego
entraba al lugar santo, que no tenía más luz que la del candelabro de siete
brazos, emblema de Jesucristo, la luz del mundo. En el lugar santo se hallaban
también la mesa de los panes, figura de Cristo, el Pan de vida, y el altar de
oro, donde se quemaba el incienso continuamente, figura de las incesantes
oraciones.
Aun cuando un creyente se goce estando en el culto, eso no quiere decir
que ha entrado a la presencia de Dios. Hay otro velo que separa el lugar santo
del santísimo. En el lugar santísimo se hallaba el arca del pacto, toda
recubierta de oro, con los querubines de gloria, también de oro. Sobre la tapa
del arca, llamada el propiciatorio, se manifestaba la gloria de Dios. Mientras
el Tabernáculo estuvo en funciones, solo el sumo sacerdote, y una vez al año,
podía entrar a este lugar santísimo, y no sin sangre, que ofrecía por sus
propios pecados y los de todo el pueblo. Este velo espeso fue el que se rasgó
en dos, de alto a abajo cuando Jesús murió en la cruz El escritor sagrado nos
dice que este velo rasgado indica que ahora está abierto y libre el camino al
cielo, por medio del cuerpo de Cristo abierto en la cruz.
Todo lo que enseña el Nuevo Testamento concuerda con el Antiguo. Los
redimidos de hoy no tienen por qué tener miedo de entrar al lugar santísimo.
Dios quiere que nos abramos paso hasta su presencia, y que pasemos toda la vida
allí. Y esto debe ser para nosotros una experiencia conciente. Una vida que se
vive, cada día, más que una mera doctrina que se cree.
La luz que brillaba sobre el propiciatorio (Éxodo 40:34-38) era la
manifestación visible de la presencia de Dios y el emblema de la orden de los
levitas. Sin ella todo el culto del Tabernáculo y todo el sistema sacerdotal
levítico carecerían de significado para Israel y para nosotros. Lo más
importante del Tabernáculo era que la presencia de Jehová estaba allí. Allí,
detrás del pesado velo, estaba Dios. Del mismo modo la presencia de Cristo en
el alma del creyente es el hecho más importante del cristianismo. En el
corazón del mensaje del evangelio está el propio Dios en persona, esperando que
sus redimidos lo acepten y se den cuenta de su presencia. La clase de
cristianismo actualmente de moda parece tener una noción solamente teórica de
la presencia de Dios. Los que lo enseñan no parecen entender el privilegio que
tiene el cristiano de saber que cuenta con la presencia de Dios. Se dice que
estamos en la divina presencia posicionalmente, pero nada se menciona de la
necesidad de estar en esa presencia experimentalmente. El fervor ardiente que
inflamó a tantos hombres de Dios en el pasado parece haber desaparecido
completamente. La actual generación de cristianos se mide a sí misma por esta
medida imperfecta. Un contentamiento innoble ha reemplazado al celo ardiente.
Nos declaramos satisfechos con nuestras posiciones legales y poco nos importa
la presencia o no presencia de Dios en nuestra vida.
¿Quién es éste que brilla detrás del velo con llamas ardientes? No es
otro que Dios mismo, "el Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la
tierra y de todas las cosas visibles e invisibles!' Y, "un solo Señor Jesucristo,
el unigénito Hijo de Dios, que estuvo con el Padre antes de la creación de los
mundos; Dios de dioses, luz de luces, el propio Dios, engendrado por el Padre,
no hecho por él, pues es de la misma sustancia del Padre'.' Y, "el
Espíritu Santo, Señor y Dador de la vida, que procede del Padre y del Hijo, el
cual juntamente con el Padre y el Hijo, es adorado y glorificado, constituyendo
un solo Trino Dios, la Trinidad unificada; sin confundir las personas ni
separar la sustancia. Porque el Padre constituye una persona, el Hijo otra, y
otra el Espíritu Santo, con la misma gloria y la misma eterna majestad."
Así rezan los antiguos credos, y lo mismo declara la inspirada Palabra de Dios,
la Biblia.
Detrás del velo está Dios. Ese Dios en pos del cual, con extraña
inconsistencia, el mundo ha seguido en busca a ver si "por
casualidad" daba con él. Dios se ha revelado en la naturaleza, y más
perfectamente en la encarnación. Ahora quiere revelarse en plenitud a los
humildes de alma y puros de corazón.
El mundo está pereciendo porque no conoce a Dios, y la iglesia languidece
porque no goza de su presencia. La cura inmediata de todos nuestros males
espirituales sería entrar a disfrutar de la presencia de Dios, y comprender
que él está en nosotros y nosotros en él. Esto nos sacaría de nuestra
lamentable estrechez y ensancharía nuestros corazones. Quemaría las impurezas
de nuestra vida como quema los insectos y los hongos el fuego que estalla en
el zarzal.
¡Cuan vasto mundo para recorrer y cuan inmenso mar para nadar es el Dios
y Padre de nuestro Señor Jesucristo! Es eterno, lo cual significa que su
existencia es anterior a los tiempos y estos no lo afectan en nada. El tiempo
comienza y termina con él. Es inmutable, lo cual quiere decir que nunca ha
cambiado y que no puede cambiar en la más ligera medida. Para cambiar tendría
que pasar de lo mejor a lo peor o de lo peor a lo mejor. El no puede pasar
jamás por ningún cambio de esa clase, porque siendo como es, perfecto, no puede
ser más perfecto; y si llegase a ser menos perfecto ya no sería Dios. Dios es
omnisciente, y esto significa que sin esfuerzo alguno él ve y conoce todo lo
que existe y todo lo que ocurre. Para él no hay pasado ni futuro. El es lo que
es y no se le puede aplicar ninguna de las otras calificaciones que se aplican
a los seres creados. El amor, la misericordia y la justicia son suyas en grado
perfecto, y su santidad es tan inefable que es imposible compararla con nada
más, ni hay palabras capaces de expresarla. El fuego es lo único que puede
darnos remotamente una vaga idea de ello. En la zarza que vio Moisés apareció
en forma de llamas; en el prolongado viaje por el desierto se mostró en forma
de columna de humo de día y de fuego de noche. El fuego que ardía entre las
alas de los querubines, recibía el nombre de shekinah, que significa "presencia."
Así se manifestó Dios durante los años prósperos y felices de Israel. Y cuando
la antigua dispensación fue reemplazada por la nueva, en el día de Pentecostés,
descendió en forma de lenguas de fuego que se asentaron sobre los discípulos.
Spinoza habló acerca del amor intelectual de Dios. Pero el más alto grado
del amor de Dios no es intelectual, sino espiritual. Dios es espíritu, y
únicamente el espíritu del hombre puede llegar a conocerlo en realidad. El
fuego divino debe arder en las profundidades del espíritu del hombre. Al no ser
así, el amor del hombre no puede ser verdadero amor de Dios. Los grandes en el
Reino de Dios son aquellos que lo han amado a El en el espíritu más que otros.
Nosotros sabemos quiénes han sido éstos, y les rendimos el tributo de nuestra
admiración. Basta que nos detengamos un minuto a pensar en ellos para que sus
nombres desfilen ante nosotros con un perfume de mirra, casia y áloe.
Federico Faber fue una de esas almas que ansiaba conocer a Dios, y vivir
cerca de él, como el corzo ansia las aguas para beber de ellas. Y la manera en
que Dios se revela al corazón que le busca, inflama toda la vida del hombre,
con un deseo tal de adorarle que rivaliza con el de los mismos serafines. El
amor que siente por Dios se extiende a las otras personas del Dios trino, pero
sabe sentir un amor especial por cada una de ellas. A Dios el Padre le canta:
Solo el pensar en ti, mi Dios,
¡cuánto placer me da!
Solo tu nombre mencionar,
trae felicidad.
Padre de Cristo, don de amor,
bien puedo imaginar
La dicha inmensa que dará
tu rostro contemplar.
Su amor por
Jesucristo era tan intenso que amenazó con consumirlo; ardía en él como una
dulce y santa locura, y fluía de sus labios como oro derretido. Dice en uno de
sus sermones, "Dondequiera que miremos en la iglesia, allí está Jesús. El
es el principio, el medio y el final de todo. No hay nada bueno, nada santo,
nada hermoso, nada deleitable, que El no lo dé a sus siervos. Nadie necesita ser
pobre, porque si él lo quiere, Jesús puede ser suyo. Nadie necesita abatirse,
porque Jesús es el gozo del cielo, y lo que él más desea, es entrar en los
corazones tristes. Podemos exagerar muchas cosas, pero jamás las obligaciones
que tenemos para con él, ni la abundancia del amor que él tiene para nosotros.
Podemos estar toda la vida hablando de Jesús, y aún no agotaríamos todo lo
bello que podemos decir de él. La eternidad no bastará para llegar a conocerlo
por completo, ni para alabarle por todo lo que ha hecho por nosotros. Pero eso
no importa, porque de todos modos estaremos siempre con él, y no queremos hacer
otra cosa." Luego, dirigiéndose al Señor, dice:
Te amo tanto, Salvador,
prendado estoy de ti.
Tu amor es fuego abrasador
que me consume a mí.
El ardiente
amor de Faber se extendía también al Espíritu Santo. No solo reconocía la
igualdad del Espíritu con el Padre y el Hijo, sino que también lo celebraba
en sus cantos y oraciones. Se inclinaba literalmente, hasta tocar el suelo con
su frente cuando celebraba un férvido culto a la tercera Persona de la
Trinidad. En uno de los grandes himnos que dedicó al Espíritu Santo, dice:'
Espíritu
Santo, sin par tu incomparable amor jamás lo podré yo explicar al pobre
pecador.
Aun a riesgo de cansar al lector, he hecho estas acotaciones para señalar
que Dios es tan maravilloso, tan completamente deleitoso, que sin ninguna otra
cosa mas que su presencia, puede satisfacer los más exigentes anhelos de la
naturaleza humana, por más exigente que ésta sea. La adoración y el culto que
Faber practicaba (y él pertenece a esa gran compañía que nadie puede contar)
no es de las que se adquieren por el mero conocimiento intelectual. Los
corazones capaces de quebrantarse hasta lo sumo, movidos por el amor al Dios
trino y único, son aquellos que han estado en presencia de la Deidad, y la han
contemplado con ojos despejados. Los hombres de corazón quebrantado son
incomprensibles para la gente común. Ellos hablan habitualmente con autoridad
espiritual. Han estado en la presencia de Dios, y hablan de lo que han visto
allí. Son profetas, no escribas. El escriba habla de lo que ha leído; el
profeta relata lo que ha visto.
Esta distinción no es imaginaria. Entre el escriba que ha leído y el
profeta que ha visto hay una separación abismal. Hoy en día tenemos infinidad
de escribas, pero muy pocos profetas. La voz estridente de los escribas aturde
a los oídos de la iglesia, pero ¿dónde está la voz suave de los profetas que
han pasado más allá del velo, y han echado un vistazo a esa Maravilla que es
Dios? Y tengamos en cuenta, este privilegio de entrar adentro del velo hasta la
santa presencia, es el derecho de cada hijo de Dios en el día presente.
Habiendo desaparecido el velo de separación, por el cuerpo desgarrado de
Cristo, y no habiendo por parte de Dios ningún impedimento para acercarnos a
él, ¿por qué es que nos mantenemos afuera? ¿Por qué nos conformamos con vivir
en el atrio, cuando podemos entrar hasta el lugar santísimo?
Le oímos decir al novio, "Déjame ver tu rostro, déjame oír tu voz,
porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto" (Cantares 2:14).Nos
damos cuenta que estas palabras se dirigen a nosotros, sin embargo, tardamos en
responder a ellas. Pasan los años, nos envejecemos, y nos cansamos de merodear
por el patio exterior. ¿Qué es lo que nos impide entrar?
La respuesta que se da generalmente es que "estamos fríos" pero
esto no explica la realidad de las cosas. Lo que ocurre es algo más grave que
la frialdad del corazón. Hay algo que está oculto y que provoca esa frialdad.
¿Qué es ese algo? No es otra cosa que el velo de separación que conservamos en
el corazón. Este velo impide que veamos el rostro de Dios. Y no es otro que el
velo de nuestra naturaleza humana caída, que aún no ha sido juzgada,
crucificada y repudiada dentro de nosotros. Es el velo, de la supervivencia de
nuestro "yo," que nunca hemos querido doblegar, y que no hemos sometido
a la crucifixión. Este velo sombrío nada tiene de misterioso, ni es difícil
identificarlo. Basta que echemos una mirada a nuestro corazón para que lo
veamos, recosido y remendado y reinstalado, verdadero enemigo de nuestra vida y
real impedimento de nuestro progreso espiritual.
Este velo no
es bonito, y no nos gusta hablar de él. Pero me estoy dirigiendo a almas sedientas
que se han determinado seguir a Dios, y yo sé que ellas no se volverán atrás
porque el camino pasa a través de cerros sombríos. La urgencia de Dios que
sienten en su interior los impulsará a seguir. Harán frente a los hechos, por
desagradables que éstos sean, y soportarán la carga de la cruz por el gozo que
les espera. Por eso me atrevo a mencionar los hilos con los cuales se ha
tejido ese velo interior.
Está entretejido con los delicados hilos del egoísmo, cruzados con los
pecados del espíritu humano. Esto no es algo que nosotros hacemos, sino algo
que nosotros somos, y en esto reside su sutileza y poder.
Para ser específicos, estos pecados del ser interior son la justificación
propia, la propia conmiseración, la autosuficiencia, la admiración de sí mismo
y el amor propio. Y otra cantidad de pecados semejantes. Ellos están tan
profundamente metidos en nuestra naturaleza, y son tan semejantes a nuestro
modo de ser que es muy difícil verlos, hasta que la luz de Dios se enfoca sobre
ellos. Las manifestaciones más groseras de estos pecados, egoísmo,
exhibicionismo, auto alabanza, que exhiben aun grandes líderes cristianos, son
toleradas en los círculos más ortodoxos, aunque parezca extraño que lo digamos.
Muchas personas llegan hasta identificarlos con el evangelio. No es cinismo
decir que dichas cualidades han llegado a ser requisito imprescindible para
lograr popularidad y prestigio. La exaltación del individuo, más que la de
Cristo, es tan común que a nadie le llama ya la atención.
Podría suponerse que la correcta enseñanza de la depravación humana y la
justificación en Cristo, nos librarían de estos feos pecados, pero no es así.
El pecado del yoísmo es tan presuntuoso que puede medrar al lado mismo del
altar. Puede ver morir a la sangrante Víctima, sin inmutarse en lo más mínimo.
Puede defender con calor las doctrinas fundamentales y predicar con elocuencia
la salvación por gracia, y sentirse halagado por estos esfuerzos. Hasta el
mismo deseo de buscar a Dios parece servir para que el yoísmo se afirme y crezca.
El "yo" es el velo opaco que nos oculta el rostro de Dios. Lo
único que puede quitarlo es la experiencia espiritual, nunca la instrucción
religiosa. Tratar de hacerlo así es como querer curar el cáncer con tratados de
medicina. Antes que seamos librados de ese velo, Dios tiene que hacer una obra
destructiva en nosotros. Tenemos que invitar a la cruz que haga su obra dentro
de nosotros. Debemos poner nuestros pecados del "yo" personal
delante de la cruz para que sean juzgados. Debemos estar dispuestos a sufrir
cierta clase de sufrimientos, tales como los que sufrió Jesús cuando estuvo
delante de Pilato.
Tengamos en cuenta que al hablar de rasgar el velo, estamos usando una
figura poética que es placentera, pero la experiencia real en sí nada tiene de
agradable. En la experiencia humana ese velo se forma de tejidos espirituales
vivientes; está constituido de ese material sensible y vacilante que es nuestro
ser. Cualquier cosa que lo toca nos hiere a nosotros con vivo dolor. Arrancar
ese velo es hacernos daño, nos lastima y nos hace sangrar. Decir otra cosa es
hacer que la cruz no sea cruz y la muerte no. sea muerte. Nunca será divertido
morir. Desgarrar la tela de que está compuesta la vida nunca dejará de ser
doloroso. Pero eso es lo que la cruz significó para Jesús y es lo que debe
significar para nosotros.
Tengamos cuidado de no tratar chapuceramente con nuestra vida interior
con la esperanza de rasgar nosotros mismos el velo. Dios tiene que hacer eso.
La parte nuestra debe ser entregarnos y confiar. Debemos confesar, desechar,
resistir nuestros antojos y egoísmos, y darnos por co-crucificados con Cristo.
Pero esta co-crucifixión no debe ser una laxa "aceptación" de Cristo,
sino una verdadera obra hecha por Dios. No podemos conformarnos solamente con
creer en una bonita y agradable doctrina de la crucifixión del yo. Si esto
hiciéramos, estaríamos imitando a Saúl, que sacrificó algunas cosas, pero
reservó para sí lo mejor del despojo.
Insistamos en que la obra sea hecha conforme a la mejor doctrina y
también en la más completa realidad. La cruz es tosca, y mortal, pero es
efectiva. No deja a las víctimas colgando indefinidamente de ella. Llega el momento
cuando la obra queda consumada y la víctima muere. Es después de la muerte que
viene el gozo de la resurrección y la alegría de ver rasgado el velo. Entonces
olvidamos los dolores que ha costado, y disfrutamos de la gloria de la
presencia del Dios vivo.
Señor, ¡cuan preciosos son tus
caminos, y cuan inciertos y sombríos son los nuestros! Enséñanos a morir, para
que nos levantemos después a novedad de vida. Rasga de alto a abajo el velo de
nuestro egoísmo, como rasgaste en dos el velo del templo. Nosotros nos acercaremos
a tí en plena certidumbre de fe. Moraremos diariamente contigo aquí en la tierra,
para acostumbrarnos a la gloria del cielo cuando lleguemos allá, para estar
eternamente a tu lado. En el nombre de Jesús, amén.
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