La Primacía de la Oración
Por E. M. Bounds
Ya conoces el valor de la oración: es precioso sobre todo
precio. Nunca la descuides. Thomas Buxton
La oración es lo más necesario para el ministro. Por tanto,
mi querido hermano, ora, ora, ora. Edward Payson
La oración en la vida, en el estudio y en el púlpito del
predicador, ha de ser una fuerza conspicua y que a todo transcienda. No debe
tener un lugar secundario, ni ser una simple cobertura. A él le es dado pasar
con su Señor "la noche orando a Dios". Para que el predicador se
ejercite en esta oración sacrificial es necesario que no pierda de vista a su
Maestro, quien "levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y
se fue a un lugar desierto, y allí oraba". El cuarto de estudio del
predicador ha de ser un altar, un Betel, donde le sea revelada la visión de la
escala hacia el cielo significando que los pensamientos antes de bajar a los
hombres han de subir hasta Dios; para que todo el sermón esté impregnado de la
atmósfera celestial, de la solemnidad que le ha impartido la presencia de Dios
en el estudio.
Como la maquina no
se mueve sino hasta que el fuego está encendido, así la predicación, con todo
su mecanismo, perfección y pulimento, está paralizada en sus resultados
espirituales, hasta que la oración arde y crea el vapor. La forma, la hermosura
y la fuerza del sermón es como paja a menos que no tenga el poderoso impulso de
la oración en él, a través de él y tras él. El predicador debe, por la oración,
poner a Dios en el sermón. El predicador, por medio de la oración, acerca a
Dios al pueblo antes de que sus palabras hayan movido al pueblo hacia Dios. El
predicador ha de tener audiencia con Dios antes de tener acceso al pueblo.
Cuando el predicador tiene abierto el camino hacia Dios, con toda seguridad lo
tiene abierto hacia el pueblo.
No nos cansamos de
repetir que la oración, como un simple hábito, como una rutina que se practica
en forma profesional, es algo muerto. Esta clase de oración no tiene nada que
ver con la oración por la cual abogamos. La oración que deseamos es la que
reclama y enciende las más altas cualidades del predicador; la oración que nace
de una unión vital con Cristo y de la plenitud del Espíritu Santo, que brota de
las fuentes profundas y desbordantes de compasión tierna y de una solicitud
incansable por el bien eterno de los hombres; de un celo consumidor por la
gloria de Dios; de una convicción completa de la difícil y delicada tarea del
predicador y de la necesidad imperiosa de la ayuda más poderosa de Dios. La
oración basada en estas convicciones solemnes y profundas es la única oración
verdadera. La predicación respaldada por esta clase de oración es la única que
siembra las semillas de la vida eterna en los corazones humanos y prepara
hombres para el cielo.
Naturalmente que
hay predicación que goza del favor del público, que agrada y atrae, predicación
que tiene fuerza literaria e intelectual y puede considerarse buena, excepto en
que tiene poco o nada de oración; pero la predicación que llena los fines de
Dios debe tener su origen en la oración desde que anuncia el texto y hasta la
conclusión, predicación emitida con energía y espíritu de plegaria, seguida y
hecha para germinar, conservando su fuerza vital en el corazón de los oyentes
por la oración del pecador, mucho tiempo después de que la ocasión ha pasado.
De muchas maneras
nos excusamos de la pobreza espiritual de nuestra predicación, pero el
verdadero secreto se encuentra en la carencia de la oración ferviente por la
presencia de Dios en el poder del Espíritu Santo. Hay innumerables predicadores
que desarrollan sermones notables; pero los efectos tienen poca vida y no
entran como un factor determinante en las regiones del espíritu donde se libra
la batalla tremenda entre Dios y Satanás, el cielo y el infierno, porque los
que entregan el mensaje no se han hecho militantes, fuertes y victoriosos por
la oración.
Los predicadores
que han obtenido grandes resultados para Dios son los hombres que han insistido
cerca de Dios antes de aventurarse a insistir cerca de los hombres. Los
predicadores más poderosos en sus oraciones son los más eficaces en sus
púlpitos. Los predicadores
son seres humanos y están expuestos a ser arrebatados por las corrientes del
mundo. La oración es un trabajo espiritual y la naturaleza humana rehuye un
trabajo espiritual y exigente. La naturaleza humana gusta de bogar hacia el
cielo con un viento favorable y un mar tranquilo. La oración hace a uno sumiso.
Abate el intelecto y el orgullo, crucifica la vanagloria y señala nuestra
insolvencia espiritual. Todo esto es difícil de sobrellevar para la carne y la
sangre. Es más cómodo no orar que hacer abstracción de aquellas cosas. Entonces
llegamos a uno de los grandes males de estos tiempos: poca o ninguna oración.
De estos dos males quizás el primero sea más peligroso que el segundo. La
oración escasa es una especie de pretexto, de subterfugio para la conciencia,
una farsa y un engaño.
El poco valor que
damos a la oración está evidenciado por el poco tiempo que le dedicamos. Hay
veces que el predicador sólo le concede los momentos que le han sobrado. No es
raro que el predicador ore únicamente antes de acostarse, con su ropa de dormir
puesta, añadiendo si acaso una rápida oración antes de vestirse por la mañana.
¡Cuán débil, vana y pequeña es esta oración comparada con el tiempo y energía
que dedicaron a la misma algunos santos varones de la Biblia y fuera de la Biblia! ¡Cuán pobre e
insignificante es nuestra oración, mezquina e infantil frente a los hábitos de
los verdaderos hombres de Dios en todas las épocas! A los hombres que creen que
la oración es el asunto principal y dedican el tiempo que corresponde a una
apreciación tan alta de su importancia, confía Dios las llaves de su reino,
obrando por medio de ellos maravillas espirituales en este mundo. Cuando la
oración alcanza estas proporciones viene a ser la señal y el sello de los
grandes líderes de la causa de Dios y la garantía de las fuerzas conquistadoras
del éxito con que Dios coronará su labor.
El predicador
tiene la comisión de orar tanto como de predicar. Su labor es incompleta si
descuida alguna de las dos. Aunque el predicador hable con toda la elocuencia
de los hombres y de los ángeles, si no ora con fe para que el cielo venga en su
ayuda, su predicación será como "metal que resuena, o címbalo que
retiñe", para los usos permanentes de la gloria de Dios y de la salvación
de las almas.
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