Sermones
que Matan
Por E. M. Bounds
Durante mi enfermedad me puse a examinar mi vida en relación
con la eternidad, de una manera más penetrante de lo que había hecho cuando
disfrutaba de completa salud. Mi conciencia me aprobó al revisar lo relativo al
cumplimiento de mis deberes hacia el prójimo en mi carácter de hombre, de
ministro cristiano y de oficial de la iglesia; pero el resultado fue diferente
tratándose de mi actitud hacia mi Redentor y Salvador. Mi gratitud y obediencia
no habían estado en proporción con lo que había recibido de él, redimiéndome,
preservándome y sosteniéndome a través de las vicisitudes de la vida, desde la
infancia hasta la vejez. La comprensión de la frialdad de mi amor para quien me
amó primero e hizo tanto por mí, me anonadó y me confundió; y para completar la
indignidad de mi carácter, no sólo había descuidado el desarrollo de la gracia
que me fue dada hasta donde llegara mi deber y privilegio, sino que por haber
permanecido estacionario, perplejo con otras ideas y trabajos, se habían
debilitado en celo y el amor que tenía en un principio. Me sentí abatido, me
humillé, imploré misericordia y renové mi pacto de poner todo empeño en
dedicarme sin reservas al Señor.
Reverendo McKendree
La predicación que
mata puede ser ortodoxa y a veces los es –dogmática e inviolablemente
ortodoxa–. Nos gusta la ortodoxia. Es buena. Es lo mejor. Es la enseñanza clara
y pura de la Palabra
de Dios, representa los trofeos ganados por la verdad es sus conflictos con el
error, los diques que la fe ha levantado contra las inundaciones desoladoras de
los que con sinceridad o cinismo no creen o creen equivocadamente; pero la
ortodoxia, transparente y dura como el cristal, suspicaz y militante, puede
convertirse en mera letra bien formada, bien expresada, bien aprendida, o sea,
la letra que mata. Nada es tan carente de vida como una ortodoxia marchita,
imposibilitada para especular, para pensar, para estudiar o para orar.
No es raro que la
predicación que mata conozca y domine los principios, posea erudición y buen
gusto, esté familiarizada con la etimología y la gramática de la letra y la adorne
e ilustre como si se tratara de explicar a Platón y Cicerón, o como el abogado
que estudia sus códigos para formar sus alegatos o defender su causa y, sin
embargo, ser tan destructora como una helada, una helada que mata. La
predicación de la letra puede tener toda la elocuencia, estar esmaltada de
poesía y retórica, sazonada con oración, condimentada con lo sensacional,
iluminada por el genio, pero todo esto no puede ser más que una costosa y
pesada montadura o las raras y bellas flores que cubren el cadáver. O, por el
contrario, la predicación que mata muchas veces se presenta sin erudición, sin
el toque de un pensamiento o sentimiento vivo, revestida de generalidades
insípidas o de especialidades vanas, con estilo irregular, desaliñado, sin
reflejar ni el más leve estudio ni comunión, sin estar hermoseada por el
pensamiento, la expresión o la oración. ¡Qué grande y absoluta es la desolación
que produce esta clase de predicación y qué profunda la muerte espiritual que
trae aparejada!
Esta predicación
de la letra se ocupa de la superficie y apariencia, y no del corazón de las
cosas. No penetra las verdades profundas. No se ha compenetrado de la vida
oculta de la Palabra
de Dios. Es sincera en lo exterior, pero el exterior es la corteza que hay que
romper para recoger la sustancia. La letra puede presentarse vestida en tal
forma que atraiga y agrade, pero la atracción no conduce hacia Dios. El fracaso
está en el predicador. Nunca se ha puesto en las manos de Dios como la arcilla
en las manos del alfarero. Se ha ocupado del sermón en cuanto a las ideas y su
pulimento, los toques para persuadir e impresionar; pero nunca ha buscado,
estudiado, sondeado, experimentado las profundidades de Dios. No sabe lo que
significa estar frente al "trono alto y sublime", no ha oído el canto
de los serafines, no ha contemplado la visión ni ha sido sacudido por la
presencia de una santidad tan imponente que le haga sentir el peso de su
debilidad, y maldad después de clamar con desesperación por ver su vida renovada,
su corazón tocado, purificado, inflamado por el carbón vivo del altar de Dios.
Es posible que su ministerio despierte simpatías para él, para la iglesia, para
el formulismo y las ceremonias; pero no logra acercar a los hombres a Dios, no
promueve una comunión dulce, santa y divina. La iglesia ha sido retocada, no
edificada; complacida, no santificada. Se ha extinguido la vida; un viento
helado sopla en el verano; el suelo está endurecido. La ciudad de Dios se
convierte en una necrópolis; la iglesia en un cementerio, no en un ejército
listo para la batalla. No hay alabanzas, ni plegarias, ni culto a Dios. El
predicador y la predicación han prestado ayuda al pecado y no a la santidad; en
vez de poblar el cielo han poblado el infierno.
La predicación que
mata es la predicación sin oración. Sin la oración el predicador crea la muerte
y no la vida. El predicador que es débil en la oración es débil también para
impartir el poder vivificador. El predicador que ha dejado de considerar la
oración como un elemento importante y decisivo en su propio carácter, ha
privado a su predicación del poder de dar vida. No falta la oración
profesional, pero está apresurada la obra mortal de la predicación. La oración
profesional enfría y mata al mismo tiempo la predicación y la plegaria. Gran
parte de la falta de devoción y reverencia que muestran las congregaciones
cuando se ora, puede atribuirse a la oración profesional en el púlpito. Las
oraciones en muchos púlpitos son largas, argumentadoras, secas, vacías. Sin
unción y sin espíritu caen como una helada sobre todo el servicio. Son
oraciones que matan. Bajo su aliento desaparece todo vestigio de devoción.
Cuanto más muertas son, tanto más largas se hacen. Lo que necesitamos son
oraciones cortas, vivas, que salgan del corazón, inspiradas por el Espíritu
Santo, directas, específicas, ardientes, sencillas, y reverentes. Una escuela
para enseñar a los predicadores a orar como a Dios agrada, sería de más
provecho para la verdadera piedad, para el culto y para la predicación que todas
las escuelas teológicas.
Detengámonos un
momento. Consideremos. ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que hacemos? ¿Predicamos y
oramos de tal manera que damos muerte? Oremos a Dios, al gran Dios hacedor de
todos los mundos, al Juez de todos los hombres. ¡Qué reverencia! ¡Qué
simplicidad! ¡Qué sinceridad! ¡Cuánta verdad se demanda en lo íntimo del
corazón! ¡Cuán sinceros y entusiastas debemos ser! La oración a Dios es la
ocupación más noble, el esfuerzo más elevado, el objeto más real. ¿No
descartaremos para siempre la predicación y la oración que matan,
sustituyéndolas por las que dan vida y poder, por las que abren a la necesidad
y miseria del hombre los tesoros inextinguibles de Dios?
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